Parece un detalle sin importancia, y, sin embargo, ahí podría estar la clave si nunca consigues legumbres lisas, tersas y lustrosas.
Usar agua caliente no tiene más sentido que tratar de acortar el remojo, aunque realmente solo sirve si damos un hervor previo y las dejamos remojando en ese agua aún muy caliente.
La legumbre se remoja precisamente porque está seca, dura como una piedra e incomestible.
Remojándolas las hidratamos, se hinchan y se vuelven tiernas, incluso un remojo muy prolongado puede dejarlas listas para consumir tal cual, sobre todo si son de cosecha reciente y más pequeñas.
Reutilizar o no el agua es también cuestión personal, siendo más recomendable desecharla para asegurarnos la máxima limpieza.
El error que a menudo comete mucha gente es olvidarse de echar sal al agua de remojo.
La explicación es muy simple.
Las legumbres están compuestas en gran parte de almidón, el cual se va hinchando a medida que absorbe el agua.
Y su capacidad de absorción es muy grande -dependiendo un poco de cada tipo-, pero la piel da para lo que da.
Cuando se hincha demasiado, la piel de la legumbre se agrieta y se rompe, pudiendo separarse por completo.
El agua salada reduce la capacidad de absorción y evita que se hinchen demasiado
Usando agua salada logramos reducir casi un tercio su capacidad de absorción, disminuyendo la hinchazón y los riesgos de roturas.
Por tanto, no hay que preocuparse por la cantidad de sodio que puedan coger; solo desecha ese agua y controla la sal que echemos al guiso o la que tengan los demás ingredientes del plato.
Añade, aproximadamente, una cucharada sopera generosa por cada 400-500 g de legumbre en seco al agua de remojo, que debe cubrirla por encima unos dos o tres dedos.
Y recuerda que durante la cocción, cuando ya están tiernas, es mejor remover el contenido de la olla meneando el recipiente desde las asas, con suavidad, sin meter la cuchara.
Así evitaremos romperlas.