Para poder contestar tenemos que abrir libros como el de José María Escudero Ramos, ‘Cocinando la Historia.
Curiosidades gastronómicas de Madrid’, donde relata cómo las mulas viajaban desde Galicia hasta Madrid para traer el pescado en el siglo XVI.
Para que llegase en buenas condiciones el pescado se construyeron pozos que rellenaban con nieve durante el invierno y que resistían gran parte del verano, pero no siempre llegaba en las mejores condiciones, por lo que de ahí surgió, por ejemplo, poner rodajas de limón en el besugo o tradiciones castizas como el entierro de la sardina.
Luego viajamos a los ritos de la tradición católica, que impedía comer carne en determinadas épocas.
En la Villa se cotizaban los escabeches de bonito, besugo, sardinas o jureles.
Entre las posibles razones del bocata de calamares en nuestra capital, también está la influencia de la gastronomía andaluza, esa que tanto nos gusta.
Por un lado, desde mediados del siglo XIX, Madrid se llena de colmaos flamencos y tabernas gitanas, abriéndose a sus vinos y con sus pescaítos fritos.
Es cierto que esta moda perdió fuerza, pero quién sabe si no dejó su marca.
Hay una teoría, quizá más seria, que tiene que ver con los movimientos migratorios en busca de un futuro mejor hacia la Corte.
Los primeros restaurantes llegan en el siglo XX y lo habitual en las casas nobles era tener un servicio de inmigrantes en muchos casos gallegas y asturianas, que cocinasen productos que les llegaban desde sus tierras.
Después de años en el servicio, fueron esas cocineras las que fueron fundando tabernas madrileñas que, por qué no, disfrutaban de productos marítimos.
Una buena opción para pensar que, quizá, los calamares fuesen un buen producto, fácil de vender y económico para los clientes.
Sin embargo, no hay una teoría clara del porqué ni del cómo, el exquisito bocata de calamares madrileño es tan conocido como una tradición para los madrileños.
No importa, lo que cuenta es su sabor.
A comer y a callar.