Si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les inculcaría sería abjurar de brebajes ligeros y dedicarse al jerez.
Disoluto pero simpático, Falstaff fue uno de los personajes más populares del bardo inglés, quien le incluyó como secundario estelar en las dos partes de Enrique IV, como protagonista en Las alegres comadres de Windsor y como fallecido y recordado en Enrique V.
La declaración de amor de este truhán por el jerez fue sin duda compartida por Shakespeare y también por muchos de sus contemporáneos británicos.
Aunque sobradamente conocido ya en Inglaterra, el jerez vivió una inusitada popularidad en la por entonces Pérfida Albión a finales del siglo XVI.
William Shakespeare solía acudir con sus amigos a tabernas londinenses de ambiente literario, como Mermaid Tavern o Boar's Head, y allí en compañía se ponían todos tibios a «sack», un vino dulce procedente de España o Portugal y que se mezclaba con azúcar o especias.
Gervase Markham dijo que el mejor sack o vino dulce era el de Jerez, seguido por los de Galicia y Portugal y los más fuertes de Canarias y Málaga.
El jerez, más apreciado y caro pero también más ligero que otros vinos, era a veces fortificado en las tabernas de Londres con aguardiente, cerveza, azúcar o especias.
Falstaff proclamó hace más de 400 años su amor incondicional por el jerez, una oda al placer y la buena vida que le valió a Shakespeare un monumento en Jerez de la Frontera en 1956.
Un buen jarro de jerez hace un doble efecto.
Sube al cerebro, diseminando allí todos los tontos, obtusos y agrios vapores que lo rodean, lo hace sagaz, vivo, inventivo, lleno de ligeras, ardientes y deliciosas formas que, entregadas a la voz que les da vida, se convierten en excelente espíritu.
La segunda propiedad de vuestro excelente jerez es calentar la sangre, la que antes fría y pesada deja al hígado blanco y pálido, que es el distintivo de la pusilanimidad y la cobardía, pero el jerez la calienta y la hace correr del interior a todos los extremos.