Los Argentinos comemos asado porque tenemos vacas y campo.
En 1590 Juan de Garay llevó quinientas vacas al río de la plata.
Ese medio millar, sumado a algo de ganado sobreviviente de expediciones anteriores -que había quedado abandonado y en estado salvaje- encontró en las pasturas de la pampa húmeda la chance de prosperar.
Hacia fines del siglo XVIII El mismísimo padre de la teoría de la evolución, Charles Darwin, constata, durante su visita al Río de La Plata en 1832, que el consumo de carne es descomunal:
Enamorado de ciertas costumbres gauchescas, admitiría en una carta que «es una vida tan sana, todo el día encima del caballo, comiendo nada más que carne y durmiendo en medio de un viento fresco, que uno se despierta fresco como una alondra».
El verdadero asado criollo
En su «Crónica de la gastronomía porteña» el arqueólogo Daniel Schavelzon habla de los cambios en la forma de cortar la carne, cuando a mediados del siglo XIX el serrucho reemplaza al hacha y cuando, por cuestiones de higiene, se empieza a faenar a los animales sobre placas de mármol en vez de sobre su propio cuero o sobre el piso.
La sal era indispensable y donde no había sal, el ají oficiaba de sustituto.
Es el mismo Schavelzon quien logra establecer, tras excavar los pozos de basura coloniales, que no hay parrillas anteriores a 1880, por lo que el fenómeno se le atribuye a los inmigrantes italianos y a sus conventillos.
Carne y fuego, la forma de supervivencia más antigua de la humanidad se convirtió en nuestra tradición alimentaria más arraigada.
Una costumbre con no más de 140 años, que desde el comienzo de los tiempos nos pone a la cabeza de los consumidores de carne en todo el mundo.