La olla es tan antigua como la propia cocina.
En todas las culturas encontramos la presencia de un perol en el que se cuecen y se transmutan diversos tipos de carnes, legumbres, cereales, verduras de temporada, raíces, tubérculos y hierbas aromáticas en una suerte de alquimia perfecta.
Sobre un leve rescoldo en el fuego del hogar, encima de una trébede o suspendida de una cremall (cadena de hierro) ennegrecido por el humo, todos los cocidos, potes, pucheros, pot au feu, garbures, olletes o bollitos que en el mundo han sido han alimentado a la humanidad.
La escudella catalana es un plato de diario hasta principios del XX y, hoy en día, solemne comienzo de las fiestas navideñas en Catalunya, o motivo sobrado para la creación de la nueva Confraria de l’escudella i carn d’olla, cuyo fin es recuperarla del olvido y sacudirle el estigma de plato de supervivencia.
Pero, bucear en la cocina tradicional popular supone toparse con las variantes locales, las “declinaciones” de las que habla el investigador gastronómico y director de la Fundación Alicia, Toni Massanés.
De hecho, al revisar el nuevo Corpus de la Cuina Catalana, coordinado por Massanés y el antropólogo de la alimentación de la Universidad de Barcelona, Jesús Contreras, encontramos, no solo la escudella i carn d’olla navideña, la más rica y opulenta, la de los quatre evangelistes (gallina, ternera, cordero y cerdo), los garbanzos, las verduras de invierno y una sopa de macarrones, sino la escudella catxaruda con acelgas, la de blat escairat (maíz) del Berguedà, la rabaixina o sopa de pobre, la de calabaza y alubias, y las de congrio o bacalao para días de abstinencia.