Es muy conocido el proverbio latino “in vino veritas”: en el vino está la verdad. En Grecia el dios del vino, del entusiasmo, de la alegría desmesurada e inspiradora provocada por la embriaguez era Dionisos, y el vino fue el regalo que el dios otorgó a la humanidad. En la celebración de los Misterios de Eleusis, Dionisos, que era considerado también como aquel que libera a las almas de su prisión carnal, participaba junto a Deméter –la diosa Madre, representada por las espigas de trigo–, simbolizando ambos la regeneración de la vida por medio del conocimiento de lo sagrado, de la sabiduría. Durante sus fiestas se realizaban procesiones en las que se llevaban grandes vasijas de vino coronadas con pámpanos y hojas de vid. Los romanos llamaban Baco a Dionisos y fue en Roma donde Jano, el dios de los inicios y dios romano por excelencia, introdujo en los templos el ritual del “sacrificio” del pan y el vino para simbolizar la caída de lo divino en la materia. En otras culturas, Baco, –o Dionisos–, está íntimamente relacionado con dioses como Osiris, Adonis, Tammuz, Atis, e incluso Jesucristo, por ser todos ellos muertos, llorados y luego vueltos a la vida. Particularmente –pero no exclusivamente–, en las tradiciones de origen semítico, el vino es el símbolo del conocimiento y de la iniciación, debido a la embriaguez que provoca y que hace aflorar todo lo que llevamos en nuestro interior. Y en el taoísmo, la virtud del vino no se distingue del poder de la embriaguez.