El aventurero Zalacaín vuelve a Casa Ciriaco, una de las tabernas ilustradas de Madrid y repasa las recetas del pisto manchego y el pisto poblano, el caldo consumado para enfermos. El pisto manchego con huevo frito, “como Dios manda”, le dijo el camarero. Vaya experiencia, volver a Ciriaco tantos años después y encontrar todo tan igual, las mismas ofertas, los callos a la madrileña con garbanzos y el pisto. Alguna vez su amigo Abraham García de Viridiana le había confiado una duda sobre el origen del “pistore”, el machacado de los romanos representado en La Mancha por este ancestral plato modificado con la influencia de los productos de América. Según Abraham, el pisto tuvo su origen en Bagdad, donde las verduras del huerto eran acompañadas de membrillo. El plato llegó, calabacines, pimientos, cebolla, quizá un aroma de laurel fue percibido por Zalacaín, los tomates triturados y por supuesto, como una corona sobre el pisto el huevo estrellado, de puntilla con la yema lista para ser reventada por el pan. El aventurero comió lentamente, masticaba y bebía el vino de Toro esperando la llegada de los Callos a la Madrileña. Y entonces recordó aquella receta poblana de un plato llamado también “pisto”, lejano al manchego. El pisto de las tías abuelas era para curar enfermos, se trataba de un caldo de aves, “consumado” le decían y se hacía con trozos de vaca, gallina vieja, huesos de la vaca, cebolla, clavos y algo de recaudo. Pero en Ciriaco se come lo tradicional.